Miércoles a media
mañana. De los días de la semana, el del medio; el más insulso, el
más metido... ese ni, ese gris que a veces exaspera.
Miércoles de media
mañana y el subte está vacío. O casi. Muy pocos son los
afortunados que viajan alejándose del microcentro, a las 10 de la
mañana. Algunos señores mayores, otros jóvenes vendedores de lo
inimaginable. Y artistas, uno en cada vagón, con bongos, guitarras y
saxos, soñando música.
Soy una de las
afortunadas que disfruta el subte, en ese recorrido inverso donde el
aire circula y las estaciones no se encuentran abarrotadas.
El mismo recorrido,
exacto, de Loria a Puan, sin escalas, rodeada de blanco y olor a
limón. La continuidad hace que reconozca caras y recorridos, las
rutinas cotidianas nos llevan a buscar regularidad, resonancias,
repeticiones. La misma mamá, con el mismo nene, bajando apurados en
Río de Janeiro, él de pintorcito rojo y ella siempre demasiado
pintada. El vendedor de chicles, tres por diez señora y señor, no
se lo puede perder, oferta increible por un saldo comercial... más
allá un dúo hermoso de cantantes.
Un miércoles como
cualquier otro, subo en Loria con los auriculares puestos. Suena
música del Uruguay, suena candombe y es imposible quedarse quieta.
Sentado en diagonal
a mí, un chico de ojos enormes. El subte se ilumina de blanco más
blanco y los ojos se vuelven gigantes. Creo que es muy lindo, y noto
como las mejillas se me ponen coloradas. Mientras suena el tambor
piano en mis oídos sonrío, una sonrisa cómplice, una sonrisa que
dice hola sin decirlo. Hola, ¿como estas? ¿donde vas a bajarte?
¿querés bajarte conmigo? Yo sigo hasta Puan, trabajo por ahí
cerquita. ¿Vos que haces? Te gustan las frutillas con crema?
¿disfrutas el subte casi vacío y lleno de música tanto como yo?
Sonrisa de mil palabras y el corazón galopando en el pecho.
Me devuelve la
sonrisa, y cierra el libro que lleva entre las manos. Se acomoda el
pelo despeinado, nunca deja de sonreír. Creo que mis cachetes ya
explotaban de un fuego rojo rojísimo cuando opté por mirar por la
ventana, para pispearlo más tranquila.
Lo único malo del
subte es justamente una de sus virtudes: su rapidez. Los viajes se
fugan, como los instantes en una buena compañía; un motor sin
reversa. Aunque sepa, con seguridad, que el próximo día encontraré
mis propias resonancias -ahora con una sonrisa gigante nueva- ese
instante no deja de ser efímero.
Y reza la voz de
siempre, en la estación, que se acerca Puan, que ya tengo que
bajarme y atender a tantas otras cosas... No a esos ojos enormes que
miran, que preguntan y responden y se vuelven un océano profundo y
muy azul.
Es la que viene,
demoro la parada como si controlara esa máquina incontrolable.
Mirándolo, espero que se baje conmigo, mirándolo desde el vidrio,
buscando esos ojos en los míos.
Ese ritual de viejos
desconocidos.