lunes, 21 de julio de 2014

De la fugacidad de un encuentro y un tipico café.



Lo nuestro había sido una pelea bastante tonta, no cabían dudas.
Sin embargo, desencadenó una serie de malentendidos desafortunados que cuando quisimos darnos cuenta, ya había yo sacado casi todas mis pertenencias de nuestro  secreto espacio común. Recuerdo como si hubiese sido ayer, el atardecer de verano, el calor insoportable de la urbe y la imagen de mi valija en la puerta de la casa familiar. Otra vez.

Y aquella separación, tan.. trivial, eso que creía que iba a duraría lo que dura un juego de niños antes que sobrevenga el aburrimiento, y comiencen con otro, se prolongó en el tiempo. Y el amor insportable que nos habíamos tenido siempre, y los celos enfermizos pero pasionales, y la infinitud de encuentros (furtivos y no tanto), todo quedó encerrado en un recoveco de nuestras memorias, en una caja de cristal sin llave que pudiera abrirla.

Mucho tiempo después, por circunstancias que ocurren de tanto en tanto a quienes se perciben conectados más allá de lo común, en una cafetería muy típica del barrio, te vi.



De la mano, con la insulsa de siempre. Tu mirada idiotizada puesta en ella, riendo a la par. Ella. Esa que nunca habías podido dejar del todo. Por comodidad, o por amor, o por las dos. Esa que te ataba como un cepo a la rutina marital.

Aunque era diciembre, y el calor no daba tregua, un frío indescriptiblemente triste recorrió mi espalda. Simplemente, hay ciertas cosas que nunca van a cambiar.

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