lunes, 11 de junio de 2012

Sintiendo Ajeno


Cuando lo volví a cruzar, de casualidad caminando por la calle, no lo reconocí. Me costó descubrirlo, aunque era sin dudas él. El porte, el pelo enmarañado, los dientes blanco perfectos asomando por la boca casi siempre entreabierta. Pero no, algo raro había. Los ojos, eran otros. O parecían otros. Había un no sé qué de extrañeza en toda su persona.

Nos cruzamos sin querer, caminando para lugares opuestos. Nos chocamos, no pudimos evitar el roce y, a riesgo de que no lo crean, la electricidad que nuestros cuerpos generaron. Increíble. Tuvimos que sentarnos, nos mirábamos como si hubiésemos visto fantasmas en los ojos del otro. Y, bendita casualidad, ese mismo banco de plaza que nos encontró, era donde nos habíamos despedido, tiempo atrás, estaba como esperándonos. Sentados, mudos, con los árboles de octubre desprendiendo un aroma hipnotizante.

-¿Cómo estás?- atiné a decir, mirando hacia abajo.

- Desmembrado- dijo, luego de un momento. Sus respuestas siempre fueron para mí más enigmas que otra cosa.

-Desmembrado- me repitió, sonriendo. Esos labios parecían tan distintos a los que supe besar con pasión. Recuerdo que pensé que quizás fuera verdad, aquello que dicen que el enamorado es, en gran medida, el producto del amor que imprimimos en el otro. Como una extensión de nuestros propios deseos, de nuestras idealizaciones.
Sonrió nuevamente, y casi en un exabrupto de palabras, empezó a contarme la historia de su vida luego de mí. Su tristeza infinita cuando vio nuestros caminos separarse.

-Hace mucho que no te veía, estás casi tan linda como antes- el casi me dolió.

-Vos estás distinto, no sé. Esos ojos, son otros. ¿Qué tenés?

-No son míos- dijo, mientras lo miraba atónita. Era cierto, parecían más grandes y levemente más verdes.

-No me jodas, dale, ¿cómo no van a ser tuyos?

- Es cierto boba, no te jodo. No son míos, como tampoco las manos, ni los lóbulos de las orejas, ni los labios- y fue de a poco mostrándome las cicatrices. Como injertos. Parecía un muñeco remendado y no pude evitar sonreír.

-Pero ¿Que pasó? ¿Por qué te cambiaste partes del cuerpo?

-Tenía que olvidarte- contestó, luego de unos momentos. -Tenía que olvidarte y no se me ocurrió otra forma. Juré que, en cada pensamiento que te aparecieras, iba a sacarme de encima tu recuerdo. Cuanto te fuiste, lo que más persistía era el recuerdo de tus besos, rozando las orejas. Probé sacándome los lóbulos, en intercambiándolos con un amigo. Ya no sentía tus besos infinitos en las orejas.

Después vinieron las manos. Sentía mis manos acariciando tu cuerpo. No aguanté mucho y las intercambié. Será otro el que sienta la textura de tu piel. Por un tiempo puedo decir que fui feliz. Pero una noche me levanté soñando que iba a buscarte y decirte lo mucho que te extrañaba. Ahí fue que intercambié los labios y de paso algunas cuerdas vocales.

Calló por un momento, mientras lo miraba, con una mezcla de incredulidad y tristeza. –Y los ojos, ¿por qué los cambiaste?
-Te veía por todos lados, en los rincones de la casa, en cada plaza y entre mis libros. Necesitaba que desaparecieras, desesperadamente. Cuando los intercambié, suprimí tu imagen, dejé de verte. Conseguí ojos nuevos, quizás más aburridos pero menos complicados.

Sonreí, lo miré. Aún con partes del cuerpo de otros, no dejaba de ser hermoso. Siempre tan transparente, tan literal. Hacía lo que pensaba sin mucha mediación.
Me acerqué, toqué con mis manos las suyas, renovadas. Me miró, perturbado. Sentí el roce, el mismo de siempre. No importaba que tanto tiempo hubiera pasado, nuestras conexiones estaban intactas.

-Ay… ¿sentís? Es lo mismo, tenga o no manos de otro. Tu ser está prendido a mí… ¡No te vas!- Alejó sus manos, rápidamente.

-Es que no son las manos las que sienten- le dije, y me acerqué a su pecho.- Este bobo está marcándote el recuerdo. Mirá como late, tanto como el mío- agregué, tomándole la mano y sosteniéndola en mi pecho. –Yo te guardo dentro, encapsulado. No necesité desmembrarme… doliste tanto, no te imaginás. Doliste como duelen los grandes amores. Porque sé, lo sé. Fuiste lo mejor. Lo mejor de todo.

Me miró, nuevamente. Y entonces allí ocurrió, la transformación. Se metió las manos dentro del pecho, con tanta fuerza que lo partió en dos. Extrajo su corazón, latiendo, pesado. Sangraba tanto que aún conservo la imagen roja brillante en mi recuerdo. Brotaba, interminable, terrible, y no hubo nada que pudiera hacer. Nada.
Muda, vi cómo apoyaba su corazón junto al banco de la plaza.
Nuestro banco, nuestra plaza.

Cuando se incorporó, ya no era el mismo. Me miró sin verme, se acercó y me dio un beso. ¡Su boca estaba tan insípida! Tan extraña. Se alejó caminando y en mi cabeza sólo podía ver la sangre, brillante, y un fantasma de lo que supo ser, caminando lejos de mí.


Era octubre, en un banco de plaza, con el sol arrebolando las mejillas. Creo que nunca volví a sentir tanto, tanto frío.