lunes, 10 de noviembre de 2014

Subte



Miércoles a media mañana. De los días de la semana, el del medio; el más insulso, el más metido... ese ni, ese gris que a veces exaspera.
Miércoles de media mañana y el subte está vacío. O casi. Muy pocos son los afortunados que viajan alejándose del microcentro, a las 10 de la mañana. Algunos señores mayores, otros jóvenes vendedores de lo inimaginable. Y artistas, uno en cada vagón, con bongos, guitarras y saxos, soñando música.

Soy una de las afortunadas que disfruta el subte, en ese recorrido inverso donde el aire circula y las estaciones no se encuentran abarrotadas.

El mismo recorrido, exacto, de Loria a Puan, sin escalas, rodeada de blanco y olor a limón. La continuidad hace que reconozca caras y recorridos, las rutinas cotidianas nos llevan a buscar regularidad, resonancias, repeticiones. La misma mamá, con el mismo nene, bajando apurados en Río de Janeiro, él de pintorcito rojo y ella siempre demasiado pintada. El vendedor de chicles, tres por diez señora y señor, no se lo puede perder, oferta increible por un saldo comercial... más allá un dúo hermoso de cantantes.

Un miércoles como cualquier otro, subo en Loria con los auriculares puestos. Suena música del Uruguay, suena candombe y es imposible quedarse quieta.

Sentado en diagonal a mí, un chico de ojos enormes. El subte se ilumina de blanco más blanco y los ojos se vuelven gigantes. Creo que es muy lindo, y noto como las mejillas se me ponen coloradas. Mientras suena el tambor piano en mis oídos sonrío, una sonrisa cómplice, una sonrisa que dice hola sin decirlo. Hola, ¿como estas? ¿donde vas a bajarte? ¿querés bajarte conmigo? Yo sigo hasta Puan, trabajo por ahí cerquita. ¿Vos que haces? Te gustan las frutillas con crema? ¿disfrutas el subte casi vacío y lleno de música tanto como yo? Sonrisa de mil palabras y el corazón galopando en el pecho.
Me devuelve la sonrisa, y cierra el libro que lleva entre las manos. Se acomoda el pelo despeinado, nunca deja de sonreír. Creo que mis cachetes ya explotaban de un fuego rojo rojísimo cuando opté por mirar por la ventana, para pispearlo más tranquila.

Lo único malo del subte es justamente una de sus virtudes: su rapidez. Los viajes se fugan, como los instantes en una buena compañía; un motor sin reversa. Aunque sepa, con seguridad, que el próximo día encontraré mis propias resonancias -ahora con una sonrisa gigante nueva- ese instante no deja de ser efímero.

Y reza la voz de siempre, en la estación, que se acerca Puan, que ya tengo que bajarme y atender a tantas otras cosas... No a esos ojos enormes que miran, que preguntan y responden y se vuelven un océano profundo y muy azul.

Es la que viene, demoro la parada como si controlara esa máquina incontrolable. Mirándolo, espero que se baje conmigo, mirándolo desde el vidrio, buscando esos ojos en los míos.


Ese ritual de viejos desconocidos.

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