La gente en Buenos
Aires ama, reza y muere en las paradas de colectivo.
Como pequeños
portavoces de historias; como testigos silenciosos de las más
diversas demostraciones de amor.
En ellas uno se
cita, se reencuentra, se despide, se pelea. Esbozamos infinitas
promesas de amor eterno, y también aprendemos a dejar partir.
Prometemos llegar a tiempo. Juramos que es la última vez. Allí, en
ese minúsculo pedazo de acero; está puesta la esperanza de la
vuelta.
Va a venir, va a
venir piensa el, simulando mirar
un reloj con mucha atención, aunque parezca que las agujas hace
siglos que no se mueven.
Se
aferra, finita a esa esperanza; y qué alegría verla llegar, cuanta
ansiedad que sostiene esa parada. Ansiedad de ella, de él, de miles
y miles que, como ella y el, esperan; y lloran lágrimas de alegría;
muchas más de tristeza.
¿por qué
tardaste tanto?, pregunta como
si supiéramos porqué las cosas no ocurren exactamente cuando las
estamos esperando. De cuantos reproches habrán sido testigos estas
paradas...
¡Cuánto hace
que no nos vemos!, se dicen, y
esa parada se vuelve testigo de abrazos, risas y besos de reencuentro
sanador.
No te vayas,
susurra alguna vez, como incrédula, mientras presuroso se sostiene
en los escalones del colectivo, dejándola, desamparada, al pie de la
parada que ahora es un abismo.
Morimos,
amamos y soñamos en esas paradas, que nos contemplan crecer, y se
hinchan de historias.
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