jueves, 10 de octubre de 2013

La casa



Siempre tuve la impresión de que las casualidades que nos sorprenden a menudo son en realidad causalidades, puestas ahí para darnos una idea de que hay un destino que nos excede, que nos modela cada tanto y otro tanto hace y deshace a su antojo.
            Hace un par de semanas andaba deambulando por Palermo. El viejo, el Soho, el Hollywood, ya no puedo distinguirlos bien. Bonpland era mi destino, y hacia allí me dirigía.  Admito que siento cierta simpatía al barrio, que aunque crece como loco y se llena de espacios ‘cool’ tiene un no sé qué que da gusto admirar mientras uno camina relajado por sus calles. Sin embargo, aquel día no podía admirar nada: abrigaba en mi pecho una tensión particular, mezcla de miedo y nudos en la panza que no paraban de crecer. Extraño porque recorrí Santa Fe infinidad de veces…
La esquina de Bonpland se me hizo repentinamente familiar, y no sabía si era mi imaginación la que me estaba jugando una mala pasada, otra vez. Mientras me acercaba a destino- un pequeño centro cultural- supe. Estaba ahí, clarísimo, e imposible de evitar: era tu casa.
            La casa de la esquina, ahí a cinco cuadras. Temí por un momento que las piernas fueran a flaquear, mientras caminaba por la vereda, que tantas otras veces había sido nuestra. Cada baldosa se apropiaba de una parte de mí, y como manantial de agua, sobrevinieron los recuerdos. Nuestros recuerdos.
De las idas y vuelta, de cuando decías cosas que no quería escuchar y salía corriendo… de la primera vez que caminamos de la mano, sosteniéndonos el uno a otro, y riéndonos de tonterías. De la primera vez que quise plasmar en el papel lo que sentía por vos, y a borbotones salieron las palabras. Las hojas y hojas ocupadas en tu honor.
            Te recordé tan nítido que creí que volvía  a amarte. Como aquel tiempo. Tan lejano. Cerré mis ojos esperando que el semáforo diera la señal de cruzar, y vi tus ojos negros posados en los míos. Hermoso como siempre, volátil y tierno.
El corazón latía violentamente cuando llegue a tu casa. Estaba igual, blanquísima con las paredes comenzando a descascararse, su pesada puerta de madera, el incesante ir y venir de la misma gente. La vi y quise verte parado esperándome. Claro que no estabas, porqué habrías de estar… fuiste claro en tu adiós. Y yo estuve de acuerdo. Caí en la cuenta que hacía tiempo no te aparecías en mis pensamientos, y que las lágrimas habían sanado las heridas. Al menos las superficiales. Juro que fue como volver a respirar… y me alejé.
La casa sigue igual, los que habíamos ya partido, eramos nosotros.

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