Siempre tuve la impresión de que
las casualidades que nos sorprenden a menudo son en realidad causalidades,
puestas ahí para darnos una idea de que hay un destino que nos excede, que nos
modela cada tanto y otro tanto hace y deshace a su antojo.
Hace
un par de semanas andaba deambulando por Palermo. El viejo, el Soho, el
Hollywood, ya no puedo distinguirlos bien. Bonpland era mi destino, y hacia
allí me dirigía. Admito que siento
cierta simpatía al barrio, que aunque crece como loco y se llena de espacios
‘cool’ tiene un no sé qué que da gusto admirar mientras uno camina relajado por
sus calles. Sin embargo, aquel día no podía admirar nada: abrigaba en mi pecho
una tensión particular, mezcla de miedo y nudos en la panza que no paraban de
crecer. Extraño porque recorrí Santa Fe infinidad de veces…
La esquina de Bonpland se me hizo
repentinamente familiar, y no sabía si era mi imaginación la que me estaba
jugando una mala pasada, otra vez. Mientras me acercaba a destino- un pequeño
centro cultural- supe. Estaba ahí, clarísimo, e imposible de evitar: era tu
casa.
La
casa de la esquina, ahí a cinco cuadras. Temí por un momento que las piernas
fueran a flaquear, mientras caminaba por la vereda, que tantas otras veces
había sido nuestra. Cada baldosa se apropiaba de una parte de mí, y como
manantial de agua, sobrevinieron los recuerdos. Nuestros recuerdos.
De las idas y vuelta, de cuando
decías cosas que no quería escuchar y salía corriendo… de la primera vez que
caminamos de la mano, sosteniéndonos el uno a otro, y riéndonos de tonterías.
De la primera vez que quise plasmar en el papel lo que sentía por vos, y a
borbotones salieron las palabras. Las hojas y hojas ocupadas en tu honor.
Te
recordé tan nítido que creí que volvía a
amarte. Como aquel tiempo. Tan lejano. Cerré mis ojos esperando que el semáforo
diera la señal de cruzar, y vi tus ojos negros posados en los míos. Hermoso
como siempre, volátil y tierno.
El corazón latía violentamente
cuando llegue a tu casa. Estaba igual, blanquísima con las paredes comenzando a
descascararse, su pesada puerta de madera, el incesante ir y venir de la misma
gente. La vi y quise verte parado esperándome. Claro que no estabas, porqué
habrías de estar… fuiste claro en tu adiós. Y yo estuve de acuerdo. Caí en la
cuenta que hacía tiempo no te aparecías en mis pensamientos, y que las lágrimas
habían sanado las heridas. Al menos las superficiales. Juro que fue como volver
a respirar… y me alejé.
La casa sigue igual, los que
habíamos ya partido, eramos nosotros.
No hay comentarios:
Publicar un comentario