Roces, texturas, sabores
que se sienten en la piel del otro.
Formas. De acariciar, de
explorar…
El cuerpo es la mejor
memoria. Mucho mejor que la mente, que selecciona, omite, enaltece y
desprecia.
Muy al contrario, el
cuerpo me muestra
milímetro por milímetro,
cada pliegue de mi historia.
El cuerpo, mi cuerpo,
recuerda. Recordó tus caricias, las marcas que fuiste dejando.
Sellando mi piel a fuego
y enseñando
que el olvido es cosa de
tontos.
Que siempre es más bonito
acumular recuerdos.
Y como nunca dejaste de
estar en mí, tu llegada a mi cuerpo fue una explosión.
Supe internamente que
reavivarías los viejos sentimientos, enterrados a conciencia y te dejé hacer. Lo
sabía, yo lo sabía.
Y quise dejarte. Porque
el cuerpo siempre te recibió con ahínco,
no sería esta la
excepción.
Tocaste, lamiste,
besaste. Toqué, lamí, besé. Recorrimos caminos sinuosos, por las puntas de
nuestros dedos. Apareció, de lleno, lo nuestro tan nuestro, que por un instante
cristalino creí que volveríamos. Al nosotros, otra vez. A
probar.
Pero el cuerpo sabía,
también, que no es cosa de andar forzándolo. Encorsetándolo en un tiempo y
espacio, no puede.
Recordó las lágrimas con
tus caricias. Las tristezas acumuladas, No supo cómo reaccionar frente a tu
venida inesperada.
Dejó irte. Guardando los
recuerdos,
acumulando milímetros de
historias,
anhelos de futuras
vueltas.
El cuerpo
recuerda,
y lo que recuerda no se
olvida.