Cuando
lo volví a cruzar, de casualidad caminando por la calle, no lo
reconocí. Me costó descubrirlo, aunque era sin dudas él. El porte,
el pelo enmarañado, los dientes blanco perfectos asomando por la
boca casi siempre entreabierta. Pero no, algo raro había. Los ojos,
eran otros. O parecían otros. Había un no sé qué de extrañeza en
toda su persona.
Nos
cruzamos sin querer, caminando para lugares opuestos. Nos chocamos,
no pudimos evitar el roce y, a riesgo de que no lo crean, la
electricidad que nuestros cuerpos generaron. Increíble. Tuvimos que
sentarnos, nos mirábamos como si hubiésemos visto fantasmas en los
ojos del otro. Y, bendita casualidad, ese mismo banco de plaza que
nos encontró, era donde nos habíamos despedido, tiempo atrás,
estaba como esperándonos. Sentados, mudos, con los árboles de
octubre desprendiendo un aroma hipnotizante.
-¿Cómo
estás?- atiné a decir, mirando hacia abajo.
-
Desmembrado- dijo, luego de un momento. Sus respuestas siempre fueron
para mí más enigmas que otra cosa.
-Desmembrado-
me repitió, sonriendo. Esos labios parecían tan distintos a los que
supe besar con pasión. Recuerdo que pensé que quizás fuera verdad,
aquello que dicen que el enamorado es, en gran medida, el producto
del amor que imprimimos en el otro. Como una extensión de nuestros
propios deseos, de nuestras idealizaciones.
Sonrió
nuevamente, y casi en un exabrupto de palabras, empezó a contarme la
historia de su vida luego de mí. Su tristeza infinita cuando vio
nuestros caminos separarse.
-Hace
mucho que no te veía, estás casi tan linda como antes- el casi me
dolió.
-Vos
estás distinto, no sé. Esos ojos, son otros. ¿Qué tenés?
-No
son míos- dijo, mientras lo miraba atónita. Era cierto, parecían
más grandes y levemente más verdes.
-No
me jodas, dale, ¿cómo no van a ser tuyos?
- Es
cierto boba, no te jodo. No son míos, como tampoco las manos, ni los
lóbulos de las orejas, ni los labios- y fue de a poco mostrándome
las cicatrices. Como injertos. Parecía un muñeco remendado y no
pude evitar sonreír.
-Pero
¿Que pasó? ¿Por qué te cambiaste partes del cuerpo?
-Tenía
que olvidarte- contestó, luego de unos momentos. -Tenía que
olvidarte y no se me ocurrió otra forma. Juré que, en cada
pensamiento que te aparecieras, iba a sacarme de encima tu recuerdo.
Cuanto te fuiste, lo que más persistía era el recuerdo de tus
besos, rozando las orejas. Probé sacándome los lóbulos, en
intercambiándolos con un amigo. Ya no sentía tus besos infinitos en
las orejas.
Después
vinieron las manos. Sentía mis manos acariciando tu cuerpo. No
aguanté mucho y las intercambié. Será otro el que sienta la
textura de tu piel. Por un tiempo puedo decir que fui feliz. Pero una
noche me levanté soñando que iba a buscarte y decirte lo mucho que
te extrañaba. Ahí fue que intercambié los labios y de paso algunas
cuerdas vocales.
Calló
por un momento, mientras lo miraba, con una mezcla de incredulidad y
tristeza. –Y los ojos, ¿por qué los cambiaste?
-Te
veía por todos lados, en los rincones de la casa, en cada plaza y
entre mis libros. Necesitaba que desaparecieras, desesperadamente.
Cuando los intercambié, suprimí tu imagen, dejé de verte. Conseguí
ojos nuevos, quizás más aburridos pero menos complicados.
Sonreí,
lo miré. Aún con partes del cuerpo de otros, no dejaba de ser
hermoso. Siempre tan transparente, tan literal. Hacía lo que pensaba
sin mucha mediación.
Me
acerqué, toqué con mis manos las suyas, renovadas. Me miró,
perturbado. Sentí el roce, el mismo de siempre. No importaba que
tanto tiempo hubiera pasado, nuestras conexiones estaban intactas.
-Ay…
¿sentís? Es lo mismo, tenga o no manos de otro. Tu ser está
prendido a mí… ¡No te vas!- Alejó sus manos, rápidamente.
-Es
que no son las manos las que sienten- le dije, y me acerqué a su
pecho.- Este bobo está marcándote el recuerdo. Mirá como late,
tanto como el mío- agregué, tomándole la mano y sosteniéndola en
mi pecho. –Yo te guardo dentro, encapsulado. No necesité
desmembrarme… doliste tanto, no te imaginás. Doliste como duelen
los grandes amores. Porque sé, lo sé. Fuiste lo mejor. Lo mejor de
todo.
Me
miró, nuevamente. Y entonces allí ocurrió, la transformación. Se
metió las manos dentro del pecho, con tanta fuerza que lo partió en
dos. Extrajo su corazón, latiendo, pesado. Sangraba tanto que aún
conservo la imagen roja brillante en mi recuerdo. Brotaba,
interminable, terrible, y no hubo nada que pudiera hacer. Nada.
Muda,
vi cómo apoyaba su corazón junto al banco de la plaza.
Nuestro
banco, nuestra plaza.
Cuando
se incorporó, ya no era el mismo. Me miró sin verme, se acercó y
me dio un beso. ¡Su boca estaba tan insípida! Tan extraña. Se
alejó caminando y en mi cabeza sólo podía ver la sangre,
brillante, y un fantasma de lo que supo ser, caminando lejos de mí.
Era
octubre, en un banco de plaza, con el sol arrebolando las mejillas.
Creo que nunca volví a sentir tanto, tanto frío.